Texto: Remedios Camero
Siempre que pienso en la relación de mi abuela Ana con Estepa y en la mía propia se me viene a la cabeza la teoría del “eterno retorno” de Nietzsche que estudiamos en Filosofía, y que decía que todo los acontecimientos pasados, presentes o futuros se repiten una y otra vez. En la historia de mi familia, mi abuela Ana y yo hemos tenido un destino común con 60 años de diferencia: Estepa, un lugar al que ambas llegamos en busca de trabajo y encontramos la posibilidad de formar una familia, en un capricho del destino que ha querido que la nieta protagonice una historia parecida a la de su abuela con seis décadas de diferencia.
Mi abuela se llamaba Ana Cuevas González y era de El Saucejo. Era la menor de nueve hermanos y se llevaba 20 años con el mayor. Su padre murió cuando tenía sólo tres años y perdió a dos hermanos por enfermedad. La Guerra Civil se llevó a otros tres hermanos, y sólo unos días después de acabar la contienda, en abril de 1939, murió su madre, quedándose sola con 21 años recién cumplidos. Por no ser una carga para ninguno de los hermanos que aún le quedaban y que ya habían formado sus propias familias decidió hacer la maleta y viajar hasta Estepa, donde tenía una amiga que “servía” en una casa, como antes se decía, la cual le procuró otra donde poder trabajar de interna. Mi abuela llegó a Estepa en 1940, con 22 años, a casa de unas señoritas apellidadas Machuca que, según me contaba, vivían en los Mesones, y allí comenzó a trabajar como empleada de hogar.
Pienso que fue una mujer valiente porque, con esa edad y sin haber salido nunca de su pequeño pueblo, tuvo el arrojo de cambiar de vida, algo que para una mujer joven, en los años 40 y recién estrenada la posguerra, no debía ser nada fácil. Aquí conoció a mi abuelo, Francisco Escamilla Rodríguez, un estepeño “alto y guapo” –como a ella le gustaba remarcar- que había perdido a su novia de toda la vida después de nueve años de noviazgo por una tuberculosis y al que mi abuela recordaba nítidamente sentado a las puertas de una barbería que debía haber también por los Mesones, donde lo veía a menudo cuando iba a comprar a la plaza de abastos.
Se casaron en septiembre del 44 en la parroquia de San Sebastián, “delante de la Virgen de los Remedios”, recordaba mi abuela feliz porque, al parecer, la Virgen estaba aquellos días en San Sebastián por encontrarse en obras la Iglesia de los Remedios. Tuvieron tres hijos, Francisco, Remedios y Carmen, y los dos primeros, mi tío y mi madre, nacieron también en Estepa. Pero el destino volvió a actuar y quiso que la ciudad que mi abuela tanto quería no fuera el lugar en el que poder echar raíces, por lo que después de un tiempo en Herrera, la familia se estableció en Osuna, donde mis dos abuelos vivieron hasta su muerte.
En realidad, mi abuela vivió pocos años en Estepa, menos de una década y, sin embargo, siempre habló de este pueblo con orgullo y delectación, como si nunca hubiera sido ni nacido ni vivido en otro lugar más que aquí, tal vez porque aquí vivió los años más bonitos de su vida y también los más decisivos, donde llegó siendo una joven con una vida corta pero llena de desgracias y se marchó siendo una mujer, madre y esposa, y donde encontró una gran familia, la de mi abuelo, por la que sentía veneración y respeto y a la que quería como si fueran sus propios padres o hermanos. Estepa, a la que venía cuando podía, siempre estuvo en su corazón y, aunque no era de aquí, fue una buena embajadora de esta tierra, al igual que mi madre, que sin haber vivido aquí estaba contenta de que en su carné de identidad figurara Estepa como su lugar de nacimiento.
A veces, el destino es caprichoso y quiso que 60 años después, concretamente en el año 2000, la que escribe estas líneas y que lleva el nombre de Remedios por su madre y por su bisabuela y por la Virgen que alegra los corazones del barrio “churretero”, llegara desde Sevilla –de donde soy- a Estepa para trabajar, igual que su abuela Ana lo hiciera seis décadas antes, y que esta ciudad me tuviera reservada la sorpresa de un marido y unos hijos y de un lugar en el que vivir, encontrar nuevos amigos y echar raíces.
Mi abuela no supo de mi llegada a Estepa porque murió dos años antes, en 1998. Tampoco mi madre llegó ni siquiera a conocer a mi marido, porque murió hace ahora nueve años. Pero cuando miro al horizonte y veo la Sierra en cuya falda se extiende el caserío blanco de este pueblo, pienso que mi abuela se sentiría muy dichosa de saber que su nieta pasea por las mismas calles que la vieron llegar a ella con sus 22 primaveras recién estrenadas y una maleta llena de esperanzas que se hicieron realidad en este pueblo que la acogió con los brazos abiertos y en el que ella fue tan feliz.