José Manuel León, un estepeño en la cima del Aconcagua

Texto: Remedios Camero / Fotos: José Manuel León

No cabe duda de que los mejores embajadores de Estepa son los propios estepeños. Sin embargo, el más difícil todavía lo ostenta José Manuel León Muñoz, un estepeño de 42 años que, aunque pasa poco tiempo en su pueblo por motivos de trabajo, ha situado el nombre de Estepa y su imagen más representativa, la Torre de la Victoria, a 7.000 metros de altura, en la cima de la montaña más alta de América: el cerro Aconcagua, en la Cordillera de los Andes.

José Manuel alcanzó este hito el 19 de enero de 2011, después de 25 días de expedición. Viajó desde Estepa a la ciudad de Mendoza, Argentina, acompañado de otro amante de la montaña y aventurero como él, Miguel, un amigo valenciano. Allí se unieron a una grupo de Aragón formado por once personas para compartir con ellos el transporte, la logística y el porteo de material, debido al elevado peso que llevaban. Sin embargo, de los trece expedicionarios sólo alcanzaron la cima tres; el resto tuvo que ser evacuado en helicóptero al no poder resistir la dureza de la subida. José Manuel León sí llegó a la cumbre.

Explica José Manuel que esto se debe a que “el gran handicap de estas montañas es la altura en sí y la capacidad de aclimatación a la altura de cada expedicionario”. Los glóbulos rojos del cuerpo humano, a partir de 3.500 metros, tienen dificultad en captar oxígeno, por lo que a partir de esa altura “son los glóbulos rojos los que deciden si continúas o no” . No obstante, la subida no se hace de un tirón, sino que los montañeros van ganando metros a la montaña usando un sistema llamado “dientes de sierra”, y que consiste en subir y alcanzar una altura, montar un campo de altura y trasladar a él parte del material, desandar lo andado para dormir en otro campo situado en una cota más baja, para continuar la subida al día siguiente y así sucesivamente, de modo que el cuerpo se vaya haciendo poco a poco a la altura.

José León ha publicado esta experiencia en un libro llamado “De Estepa al Centinela de Piedra”, publicado por ediciones QVE y que puede adquirirse en las librerías estepeñas. En él, este aventurero relata sus 25 días de expedición y muestra fotografías de los distintos momentos de la subida.

Volviendo a la subida al Aconcagua, José Manuel reconoce que sin duda se corre un riesgo, pero considera que uno mismo es el encargado de medirlo y de saber hasta dónde se es capaz de llegar. Él tiene muy claro que no tiene interés en engrosar ninguna lista de montañeros “de los que han perdido siquiera una falange de un pie” porque, ante todo, se trata de disfrutar de la aventura, y él lo hace desde que parte de Estepa hasta que alcanza, si puede, el objetivo marcado. También reconoce haberse retirado de algunas experiencias antes de conseguir su reto, pero no le importa: los momentos de felicidad, según nos dice, los hace en el camino, en el conocer gente y nuevos lugares, en las vivencias experimentadas, en la gastronomía que conoces, en la incertidumbre de dónde dormirás o cómo te desplazarás…. “Lo importante es el camino, aunque suene muy típico, pero es lo más valioso, y si hubiera tenido que retirarme del Aconcagua sin llegar a la cima, me hubiera quedado en Argentina visitando el país, porque para mí el mayor placer está en el viaje”, afirma.

Y es lógico, porque José Manuel no se considera un montañero al uso, sino más bien un aventurero en toda regla. La aventura es una constante en su vida, aventura en su sentido más puro, al igual que el deporte o los viajes. Desde el primer viaje que hizo al extranjero, a Escocia, con 18 años y sin saber ni una palabra de inglés, hasta hoy, ha viajado por medio mundo: al Himalaya, en 2009, donde viajó solo; a la selva de Tailandia; a Chitwan, en la frontera de la India con Nepal; al Toubkal de Marruecos, la segunda cumbre más alta de África después del Kilimanjaro… Cordilleras montañosas, selvas, lugares remotos “en los que viajar solo ha sido mi segunda escuela de enseñanza en todos los aspectos”.

Sin embargo, reconoce que todas sus aventuras han nacido aquí, en su tierra, en un radio de menos de 80 kilómetros, donde también hay “parajes maravillosos”: en Granada, en Ardales (Málaga), en el Torcal de Antequera, en El Chorro o en la propia Sierra de Estepa, lugares donde ha encontrado “rincones espectaculares en los que, cerrando los ojos, podrías estar en cualquier lugar del mundo”.

José Manuel alcanzó la cima del Aconcagua hacia las dos de la tarde del 19 de enero, “agotado por la falta de oxígeno y el extremo cansancio”, andando a gatas prácticamente, pero con la satisfacción de haber conseguido el reto deportivo que se había marcado. Unos veinte minutos después, cuando ya se marchaba, llegaron dos noruegos y fue uno de ellos el que le hizo la fotografía que acompaña este artículo y en la que se le ve sosteniendo la bandera estepeña que le acompaña, según confiesa, en todos sus viajes.

Para el 2012, José Manuel tiene previsto atacar los 5.895 metros del Kilimanjaro, en Tanzania, conocido como “el techo de África”, y ello con la vista puesta también en la primavera de 2013, cuando espera alcanzar la cima del monte Cho Oyu, en China, de 8.201 metros de altitud. Explica que estas expediciones conllevan muchos meses de preparación tanto de su estado físico como de logística (recurrir a muchos contactos, realizar mucha burocracia…), así como desembolsar curiosas sumas de dinero que él siempre ha pagado de sus ahorros, porque en algunos casos el coste de estas expediciones puede superar los diez mil euros.

No obstante, y con el fin de iniciar un nuevo proceso de aclimatación, antes de los lugares mencionados José Manuel viajará al Toubkal, en Marruecos, una montaña de 4.165 metros que espera subir en noviembre con otro aventurero estepeño, Manuel Haro Jiménez, para el que sí será su primera subida a un “cuatro mil”. Este amigo le acompañará después también al Kilimanjaro, donde han escogido hacer la ruta menos transitada y a la vez más dura físicamente: la Machame. Antes harán los “tres miles” de Granada y todos los fines de semana, cualquier subida a montañas cercanas, con el fin de ir aclimatando el cuerpo poco a poco, porque esas escaladas y la actividad en las montañas son la base de su entrenamiento.

“Necesito estar en contacto con la montaña, para mí es la máxima felicidad.” Pues adelante, José Manuel, porque el principal obstáculo para no conseguir algo es no intentarlo y en tu espíritu aventurero está claro que no hay sitio para el desánimo.

60 años después, de nuevo Estepa

Texto: Remedios Camero

Siempre que pienso en la relación de mi abuela Ana con Estepa y en la mía propia se me viene a la cabeza la teoría del “eterno retorno” de Nietzsche que estudiamos en Filosofía, y que decía que todo los acontecimientos pasados, presentes o futuros se repiten una y otra vez. En la historia de mi familia, mi abuela Ana y yo hemos tenido un destino común con 60 años de diferencia: Estepa, un lugar al que ambas llegamos en busca de trabajo y encontramos la posibilidad de formar una familia, en un capricho del destino que ha querido que la nieta protagonice una historia parecida a la de su abuela con seis décadas de diferencia.

Mi abuela se llamaba Ana Cuevas González y era de El Saucejo. Era la menor de nueve hermanos y se llevaba 20 años con el mayor. Su padre murió cuando tenía sólo tres años y perdió a dos hermanos por enfermedad. La Guerra Civil se llevó a otros tres hermanos, y sólo unos días después de acabar la contienda, en abril de 1939, murió su madre, quedándose sola con 21 años recién cumplidos. Por no ser una carga para ninguno de los hermanos que aún le quedaban y que ya habían formado sus propias familias decidió hacer la maleta y viajar hasta Estepa, donde tenía una amiga que “servía” en una casa, como antes se decía, la cual le procuró otra donde poder trabajar de interna. Mi abuela llegó a Estepa en 1940, con 22 años, a casa de unas señoritas apellidadas Machuca que, según me contaba, vivían en los Mesones, y allí comenzó a trabajar como empleada de hogar.Ana Cuevas con dos de sus hijos, Francisco y Remedios Escamilla

Pienso que fue una mujer valiente porque, con esa edad y sin haber salido nunca de su pequeño pueblo, tuvo el arrojo de cambiar de vida, algo que para una mujer joven, en los años 40 y recién estrenada la posguerra, no debía ser nada fácil. Aquí conoció a mi abuelo, Francisco Escamilla Rodríguez, un estepeño “alto y guapo” –como a ella le gustaba remarcar- que había perdido a su novia de toda la vida después de nueve años de noviazgo por una tuberculosis y al que mi abuela recordaba nítidamente sentado a las puertas de una barbería que debía haber también por los Mesones, donde lo veía a menudo cuando iba a comprar a la plaza de abastos.

Se casaron en septiembre del 44 en la parroquia de San Sebastián, “delante de la Virgen de los Remedios”, recordaba mi abuela feliz porque, al parecer, la Virgen estaba aquellos días en San Sebastián por encontrarse en obras la Iglesia de los Remedios. Tuvieron tres hijos, Francisco, Remedios y Carmen, y los dos primeros, mi tío y mi madre, nacieron también en Estepa. Pero el destino volvió a actuar y quiso que la ciudad que mi abuela tanto quería no fuera el lugar en el que poder echar raíces, por lo que después de un tiempo en Herrera, la familia se estableció en Osuna, donde mis dos abuelos vivieron hasta su muerte.

En realidad, mi abuela vivió pocos años en Estepa, menos de una década y, sin embargo, siempre habló de este pueblo con orgullo y delectación, como si nunca hubiera sido ni nacido ni vivido en otro lugar más que aquí, tal vez porque aquí vivió los años más bonitos de su vida y también los más decisivos, donde llegó siendo una joven con una vida corta pero llena de desgracias y se marchó siendo una mujer, madre y esposa, y donde encontró una gran familia, la de mi abuelo, por la que sentía veneración y respeto y a la que quería como si fueran sus propios padres o hermanos. Estepa, a la que venía cuando podía, siempre estuvo en su corazón y, aunque no era de aquí, fue una buena embajadora de esta tierra, al igual que mi madre, que sin haber vivido aquí estaba contenta de que en su carné de identidad figurara Estepa como su lugar de nacimiento.

A veces, el destino es caprichoso y quiso que 60 años después, concretamente en el año 2000, la que escribe estas líneas y que lleva el nombre de Remedios por su madre y por su bisabuela y por la Virgen que alegra los corazones del barrio “churretero”, llegara desde Sevilla –de donde soy- a Estepa para trabajar, igual que su abuela Ana lo hiciera seis décadas antes, y que esta ciudad me tuviera reservada la sorpresa de un marido y unos hijos y de un lugar en el que vivir, encontrar nuevos amigos y echar raíces.

Mi abuela no supo de mi llegada a Estepa porque murió dos años antes, en 1998. Tampoco mi madre llegó ni siquiera a conocer a mi marido, porque murió hace ahora nueve años. Pero cuando miro al horizonte y veo la Sierra en cuya falda se extiende el caserío blanco de este pueblo, pienso que mi abuela se sentiría muy dichosa de saber que su nieta pasea por las mismas calles que la vieron llegar a ella con sus 22 primaveras recién estrenadas y una maleta llena de esperanzas que se hicieron realidad en este pueblo que la acogió con los brazos abiertos y en el que ella fue tan feliz.

Memoria viva de cinco décadas del Cine Florida en Estepa

Texto: Remedios Camero / Fotografías: Quino Castro

José María Rivero, José María Luque y Félix Blanco son memoria viva de la última época del cine en Estepa, la que protagonizó el Cine Florida y que va de los años 50 hasta casi su cierre, en 2003. Los tres recurrieron a la empresa cinematográfica como un segundo empleo, como un sobresueldo, y como una forma de estar asegurados y procurarse para el futuro una jubilación mejor. Al final, a los tres les quedan los recuerdos de varias décadas ligadas al mundo del celuloide y de cómo éste pasó de ser un negocio floreciente a caer en decadencia con la llegada de la televisión y las nuevas tecnologías.

MEMORIA VIVA DE CINCO DÉCADAS DEL CINE FLORIDA EN ESTEPA

La vida puede ser como una película, o mejor dicho, como trozos de muchas películas: a ratos comedia, a ratos drama, y puede tener acción, amor, lágrimas, risa… Las vidas de tres estepeños como José María Rivero, José María Luque y Félix Blanco tienen de todo eso y más, porque el más joven de ellos, Félix, ya tiene 78 años, y en ocho décadas hay mucho vivido y mucho que contar. Sus vidas, además, tienen en común el cine, ya que los tres trabajaron juntos en el hoy desaparecido Cine Florida, aunque desempeñando tareas diferentes: Rivero era taquillero; Luque, operador, mientras que Félix era acomodador y portero. Desde el año 1953, en que comenzaron Rivero y Luque, hasta el año 1995, en que se jubiló este último, hay mucha cinta que contar y que cortar, aunque de esto último ya se encargaba la censura de la época.Blanco, Luque y Rivero, tres vidas unidas al cine en Estepa

Y es que eran otros tiempos. Los tiempos en los que se ganaban ocho o diez pesetas por función. Los tiempos en los que las películas eran de celuloide, un material inflamable que ardía con facilidad, por lo que el mismo foco del proyector podía prender la cinta si el rollo se detenía un momento. Eran los tiempos también en los que la belleza despampanante de Sofía Loren o Silvana Mangano se veía mermada por las tijeras de la censura franquista, que evitaba que estas italianas imponentes mostraran más piernas de lo que permitía la recta moral de la dictadura.

El público creía que el corte se lo daban aquí, en el Cine Florida, pero Luque explica que no, que la película ya venía cortada de la distribuidora, según establecía el ministerio del ramo en un documento donde se indicaban las escenas que estaban censuradas y que se adjuntaba con la película. “Anda que no me han chiflado a mí veces creyendo que la película la cortaba yo”, se ríe ahora José María Luque al recordar aquellos tiempos en los que la gente mostraba su enfado con la censura cortando con sus navajillas la enea de las pobres sillas que de nada tenían culpa.

Eran también tiempos en los que a veces se iba la luz y la gente se enfadaba mucho, porque había que esperar para reanudar la sesión. “Yo le temía a eso”, sonríe Félix Blanco al recordar el cabreo de la gente o cómo se tenía que acercar con su linterna a llamar la atención de los que fumaban, pues estaba prohibido.

Los recuerdos de nuestros tres protagonistas van dando forma a más de cuarenta años de Cine Florida en Estepa. José María Rivero, por ejemplo, tiene hoy 86 años y una gran memoria, que trae a su mente muchos momentos de los 27 años en los que trabajó en él, de 1953 a 1980. Recuerda que la primera película que se proyectó cuando el cine era de verano fue Quema el suelo (1952), de Luis Marquina, y Calabuch (1956), de García Berlanga, en el caso del cine de invierno, que comenzó su andadura en la primavera de 1957, según recuerda José María Luque, con la celebración del pregón de la Semana Santa de Estepa de ese año.

Rivero explica que detrás de la parte delantera del cine, que era un molino, había un patio donde se situaba la pantalla del cine de verano. Ese molino se techó unos años después y así nació el cine de invierno. En el trozo de patio que quedó se volvió a montar el de verano pero ya sólo duró un año más, cuenta Rivero, que trabajaba por las mañanas en los albañiles.

Recuerda que en invierno se daban tres funciones en los domingos y festivos: a las cuatro de la tarde la infantil, y a las ocho y diez de la noche las de adultos. Entre semana sólo había dos funciones, que con los años se redujo a una, la de las 8 de la tarde, pese a que, según José María Luque, la gente prefería la de las diez de la noche. Proyectar una película cinco o seis días era lo normal si era buena, y recuerda Rivero que “con cualquiera dábamos lleno en varios pases” y que para aprovecharla mejor, al final la pasaban en lo que se llamaba “fémina”, es decir, lo que hoy conocemos como “día de la pareja”, donde la mujer podía entrar sin pagar.Los tres protagonistas posan en el interior del Cine Florida, hoy cerrado

José María Rivero cuenta también que cuando él empezó en el cine de verano, la entrada costaba una peseta en el aforo “general” –compuesto de sillas de enea-, y dos pesetas en la zona de butacas, formada por bancas largas más cómodas y que se situaban detrás de las sillas. El aforo del cine era de unas 700 plazas, y entre sus tareas estaba la de retirar a diario las butacas al terminar la función, las cuales tenían que volver a colocar al día siguiente. La división del aforo en dos partes hacía que hubiera dos taquillas, una para cada zona, así como dos ambigúes, que traen a la memoria de Rivero a Rafael Gómez, un vendedor ambulante de pipas al que califica como “un hombre muy formal, porque entraba en las funciones pagando las tres entradas si era domingo” para poder vender su mercancía.

Francisco Peña, José Martínez –su primer jefe-, Antonio Torres, dos muchachos a los que llamaban “los boleros” (encargados de llevar y recoger en Casa Filomena las películas que venían en un camión desde Sevilla), Joaquín Borrego, Rafael Osuna, Francisco Casado, Vargas “el de la luz”, José Jurado, “el mellizo Pelayo”, Paco “el de la oveja”, Fernando Fernández, un hermano de Félix Blanco, Antonio Fuentes o “el muchacho de Aguadulce casado con Carmelilla” que se hizo cargo del ambigú de la “general”…. todos son nombres propios con los que se escribe la historia del Cine Florida y que permanecen en la memoria de Rivero.

El cine pasó de las manos de Martínez Llamas a la familia Cañete Llamas, que a su vez se lo vendió a una sociedad formada por ocho socios, Cinestepa, que también explotaba el Cine Esperanza de la calle Santa Ana. Su último dueño fue Miguel Luna, que lo tuvo de febrero de 1979 hasta junio de 2003, fecha en que cerró debido a su inviabilidad. El primer largometraje que proyectó la familia Luna fue El perro (1977), de Antonio Isasi, y el último, la película de dibujos animados El Libro de la Selva (1967).

En los años cincuenta y sesenta las películas que más gustaban eran las españolas, las de Juanita Reina, Lola Flores, Concha Piquer, Currito de la Cruz o Antonio Molina. Y si la película o el espectáculo eran buenos –el cine era también teatro y dos o tres veces al año venían a Estepa artistas destacados como Juanito Valderrama- se vendían todas las entradas y el éxito estaba asegurado. José María Luque recuerda, por ejemplo, cómo se llenó el cine con El pequeño ruiseñor, de Joselito, o con Pena, penita, pena, de Lola Flores, así como con dramas como El derecho de nacer o Arroz amargo, en la que las mujeres entraban en pandilla. Con los años los gustos, como la sociedad, fueron cambiando, y las películas de Kung-Fu, por ejemplo, atraían a mucho público joven.

En este sentido, Luque recuerda que las películas más exitosas venían “acompañadas” de un controlador, esto es, un señor que entraba en la sala y que controlaba cuántas entradas se vendían. También “hubo un tiempo en que había un cupo de películas españolas que era necesario proyectar para poder poner las americanas”, si bien a veces las españolas se pagaban pero no se proyectaban porque no gustaban al público. De su última época recuerda el éxito de El Rey León, de Walt Disney, que se proyectó cinco veces en un día.

José María Luque trabajó en el cine de 1953 a 1995, y cuando comenzó ya tenía su carné de Oficial, porque la proyección de la cinta, debido a su facilidad para arder a causa de su material, hacía que el operador de cine tuviera que estar autorizado. A él sólo se le quemó algún fotograma, que recuperaba de manera que el público no se daba cuenta, pero conoce otros cines en los que la película salió ardiendo. “He solucionado todos los problemas que se me presentaron, que en 40 años ya está bien”, afirma orgulloso de su trabajo. No obstante, éste no era su principal empleo porque “el cine no daba para comer”, y menos siendo 11 de familia, así que él trabajó en los mantecados, en oficinas y en el despacho que la RENFE tuvo en Estepa.

Luque también proyectó películas en el cine de verano de la plaza de abastos, llamado Cine Andalucía primero y luego, Cine GonPel, de González Pelayo. También trabajó en los cines de Casariche, Osuna, Gilena o Aguadulce, adonde se desplazaba en bicicleta, por lo que volvía a Estepa a las tres de la mañana. Refiere que entonces había mucha competencia entre los cines, pues era su época de esplendor, ya que había pocos divertimentos más para la sociedad. Sin embargo, llegó la televisión y se acabó esta época dorada, según coinciden los tres en afirmar.

El trabajo de operador consistía en cambiar los rollos de película, estar pendiente de cómo se iba proyectando en la pantalla, de que el foco no quemara la cinta, de que los arcos voltaicos o “carbones” iluminaran correctamente… Explica que una película normal solía tener tres rollos, unos 2.500 metros de cinta, con excepciones como Lo que el viento se llevó o El mayor espectáculo del mundo, que tenían más de cuatro mil metros. Trabajaba con dos máquinas, y el cambio de una a otra se notaba un poco en la luminosidad, pero poco más. Más adelante, se suprimió una de las máquinas y se compraron unas bobinas que cargaban hasta cinco mil metros, lo que cubría la película entera, si bien había que seguir cambiando los “carbones”.

El tercer protagonista de este repaso de la última época del cine en Estepa es Félix Blanco, que comenzó su relación con el Cine Florida cuando éste ya pertenecía a la empresa Cinestepa, en 1963, y trabajó en él hasta el año 81. Empezó de taquillero y también trabajaba de portero, pero su principal tarea era la de acomodador. Cuando empezaba la proyección, apagaba la luz de la sala pulsando un botón, pero cuenta que siempre había gente que llegaba tarde y entonces él les acompañaba hasta su asiento iluminando el camino con su linterna.

A diferencia de sus compañeros, sólo trabajó en el cine de invierno, y como no se podía mover de la sala, podía ver las películas. Recuerda que gustaban mucho las de acción o los dramas, y que “con películas del oeste o de Bruce Lee había días que teníamos llenazo, pero el nivel de personal empezó a bajar a partir del auge de la televisión.”

Félix tuvo una zapatería y durante 44 años fue cobrador de distintas empresas. Su puesto en el cine hacía que trabajara de lunes a domingo, día en el que llevaba a sus dos hijos a ver películas a la sesión infantil. Cuenta que entre las dos funciones para adultos se turnaba con otro compañero para salir a comer, aunque algunas veces cenaba en el mismo ambigú del cine. También recuerda la comida que la empresa les daba por Navidad, porque eran como una gran familia.

Entre sus funciones estaba también la de colocar frente al Ayuntamiento la cartelera, ya hiciera frío, viento o lluvia, porque con un día de antelación la película tenía que ser anunciada al público. “Colgábamos el afiche (cartel), las fotos, el título, el horario…”. Curiosamente, una vez dejó el Cine Florida, con 50 años, Félix sólo volvió a él como espectador una vez, al igual que Rivero, que recuerda haber vuelto al cine a escuchar algún pregón o a ver alguna actuación, pero no a ver una película. Pero ya se sabe lo que pasa con estas cosas, y tal vez tantos años trabajando dentro del cine y viendo películas saciaron la curiosidad que ambos podían sentir como espectadores del séptimo arte para el resto de su vida.

Francisco Reina: un niño estepeño en las trincheras de la Guerra Civil

Texto: Remedios Camero / Fotografías: Quino Castro

El pasado 18 de julio se cumplieron 75 años del estallido de la Guerra Civil española, un triste capítulo de nuestra historia reciente que afectó a toda España y, por supuesto, a Estepa. Francisco Reina Aguilar, nuestro protagonista, tenía entonces 10 años. Aquellos momentos de angustia e incertidumbre quedaron grabados para siempre en su memoria porque hoy, a sus 85 años, recuerda perfectamente aquellos tres años de contienda durante los cuales él recorrió medio sur de España y vivió incluso en las trincheras del frente por la zona de Marmolejo junto a su padre pero, sobre todo, recuerda los ocho días que estuvo perdido de su familia, solo, en los que llegó andando de Málaga a Almería, casi sin dejar de llorar, entre miles de personas que huían del avance de las tropas nacionales.Francisco Reina mostrando fotos de su juventud

Cuando estalló la guerra, la familia de Francisco se desplazó a Málaga temiendo una pronta llegada de los nacionales a Estepa. Su padre, Vicente Reina, trabajaba en un Ayuntamiento que entonces era republicano, y su madre, Brígida Aguilar, era costurera y cosía camisas para “los rojos”, por lo que la familia, ante posibles represalias, decidió marcharse hacia zona republicana sin un destino cierto, sin trabajo, sólo con lo puesto. Por aquel entonces curiosamente, Francisco no era Francisco sino Vicente, que fue el nombre con el que lo bautizaron sus padres, pero un error en su inscripción hizo que durante muchos años figurara con dos nombres diferentes en la iglesia y en el registro civil, por lo que ya de adulto optó por quedarse con el nombre de Francisco, que es como todo el mundo lo conocía.

Francisco podría ser hoy uno de esos “niños de Rusia” que fueron enviados en barco por sus padres republicanos hasta aquel país huyendo de la guerra, porque había barcos cargando a estos niños en el puerto de Málaga, pero reconoce que no subió a ninguno porque le dio miedo. Cuenta que en Málaga vivían en el sótano de la fábrica de tabacos y que había gente por todas partes. Mucha gente en los refugios, en las calles, en las carreteras. Efectivamente, aquellos momentos de zozobra están documentados. Se trata de la batalla por la toma de Málaga, que comenzó el 17 de enero de 1937 y duró hasta el 8 de febrero, momento en que el Cuerpo Expedicionario Italiano al mando de las tropas franquistas consigue hacerse con la capital malagueña.Francisco Reina, en una imagen de su juventud

En la ciudad cundió el pánico ante la llegada de los nacionales, por lo que las tropas republicanas y miles de civiles protagonizaron una huida en masa hacia Almería por la carretera de la costa, una vía que no había sido cortada pero que estaba a merced de los bombardeos franquistas desde tierra, mar y aire, según relatan algunas fuentes. Se calcula que durante los varios días que duró este éxodo, más de cien mil personas pudieron desplazarse hasta la zona roja, y se sabe que durante el duro trayecto fueron duramente hostigados por la artillería de los buques nacionales Almirante Cervera, Baleares y Canarias, así como por la fuerza aérea franquista. Las mismas fuentes apuntan que varios miles de civiles murieron en este penoso capítulo que ha pasado a los anales de la historia como “la masacre de la carretera Málaga-Almería”.

De todo ello tiene perfecta memoria Francisco Reina. Recuerda como si fuera ayer el bombardeo de la aviación contra puentes e incluso alcantarillas para cortar cualquier vía de escape y a la gente corriendo para ponerse a cubierto, así como a los barcos lanzando proyectiles desde la costa hacia la sierra de Málaga. En ese revuelo, en ese pánico, en esa huida de gente hacia todas partes y hacia ninguna, Francisco se perdió de sus padres, y al no saber qué hacer siguió andando, como hicieron miles de personas, hacia Almería, adonde llegó unos ocho días después tras recorrer a pie los 200 kilómetros que separan ambas capitales, en un viaje que, tal y como describe, hizo prácticamente llorando y contando a unos y otros que se había perdido, sin que nadie pudiera darle norte de dónde estaban sus padres y sin que nadie quisiera hacerse cargo de él, lo cual era casi lógico en aquellas circunstancias.

Francisco confiesa que en aquellos inolvidables ocho días pensó alguna vez que no volvería a ver más a sus padres, y cuenta también que supo años después que al caer la noche, su madre lo llamaba a voces pero la gente la mandaba callar porque nadie quería llamar la atención, ya que había mucho miedo. El ejército nacional cortó la carretera y su madre y hermanos quedaron del lado fascista, por lo que volvieron a Estepa cuando pudieron. Su padre, en cambio, logró continuar hacia Almería también, aunque Francisco no lo sabía, y ambos llegaron a la capital almeriense con un día de diferencia.

Pero hasta que se produjo el reencuentro, Francisco anduvo y anduvo, y recuerda que la gente le decía que siguiera andando, que seguro que encontraría a su familia más adelante. Comió esos ocho días de la caridad de la gente y de un cañaduz que llevaba consigo, y durmió bajo el techo de cualquier cortijo que encontró por el camino liado en su única pertenencia: una manta. Lo que más claro recuerda es que la carretera iba llena de gente y que, a pesar de estar solo, no lo estuvo nunca en realidad porque había miles de personas. Por el camino encontró incluso a su padrino, al que también contó que se había perdido, pero recuerda con cierta pena que tampoco éste lo recogió porque “cada uno llevaba su historia”.Francisco Reina se dedicó a la construcción desde los 13 años

Por suerte, al segundo día de llegar Francisco vio gente de Estepa y se arrimó a ellos, los cuales dieron también con Vicente, su padre, y los pusieron por fin en contacto. Desde entonces, febrero de 1937, y hasta que acabó la guerra en abril del 39, Francisco estuvo con su padre en Almería, Marmolejo (Jaén) y Murcia, la capital de provincia que más resistió al ataque nacional y que fue republicana hasta el 31 de marzo de 1939, un día antes de que Franco diera por finalizada la contienda. Jaén y Almería cayeron sólo dos días antes, el 29 de marzo.

Su madre, mientras tanto, regresó a Estepa y se encontró su casa ocupada por otras personas, por lo que tuvo que irse a vivir con sus padres. Así fue durante un tiempo, hasta que Brígida decidió que volvía a su casa, que para eso era suya, estuviera ocupada o no. Finalmente, después de un tiempo conviviendo todos juntos, propios y extraños, la familia ocupante se hartó y se marchó y su legítima dueña pudo recuperar su hogar.

Por su parte, Vicente fue llamado a filas en el bando republicano, en el que sirvió de soldado. Estuvieron mucho tiempo en Marmolejo, en un “frente tranquilo, en el que no había tiros” por tratarse de una retaguardia. Pasaba el día en las trincheras, con su padre y los demás soldados, y sobra decir que allí era el único niño que había. Por eso mismo, recuerda con una sonrisa, “cuando repartían el rancho yo era el primero que comía.”

Su padre le propuso en broma por aquellos días que si se quería volver a Estepa le hacía una bandera blanca atada a un palo para que él cruzara el campo en son de paz por si lo veía el enemigo, pero él, aunque estaba deseando volver a su pueblo, dijo que no porque temía que el enemigo no tuviera en cuenta ni su edad ni su bandera. De Marmolejo también recuerda una noche en que se metieron a dormir en un cortijo viejo y se cayó el techo de un apartamento donde dormían unos pocos, provocando aquel accidente la muerte de un soldado amigo de su padre y que también era de Estepa, y al que enterraron en la vecina Andújar.Francisco Reina, en su casa

Pasados dos años del comienzo de la guerra, en 1938, su padre pudo por fin escribir una carta a su madre a través de la Cruz Roja, de manera que Brígida supo al fin que su marido y su hijo estaban vivos y juntos, ya que no había tenido noticias de ellos desde la estampida de Málaga. Por aquellas fechas también licenciaron a su padre, que ya librado del ejército marchó con el hijo a Murcia, aún republicana, donde permanecieron hasta que acabó la lucha. Allí, su padre se dedicó a la venta de productos que compraba en la huerta murciana mientras que él, ya con 12 años, hacía recados y ayudaba a la señora de la familia que los acogió desinteresadamente en su casa, una carnicera a la que llamaban Lola “la mondonguera” porque vendía “los mondongos del cerdo”, es decir, los intestinos y otras vísceras.

Dolores Díaz Ayala y Antonio Martínez González eran los nombres de las dos personas que, generosamente, acogieron a nuestros dos protagonistas en su casa y para los que Francisco sólo tiene palabras de agradecimiento. Recuerda que la primera noche que llegaron a aquel lugar durmieron en el jardín, y al día siguiente, cuando su padre le pidió a la señora dejar allí sus cosas durante el día, ella se compadeció de ambos y les abrió las puertas de su casa. El marido también era soldado, y cuenta Francisco que en la huida de un ataque vino a esconderse en su propia casa, donde permaneció oculto durante el resto de la guerra. Es más, tenía una soga dentro de la chimenea y cuando llegaba gente extraña a la casa, el desertor se colgaba de la soga y trepaba chimenea arriba, quedando oculto dentro mientras duraba la visita.

Una vez finalizó la guerra, volvieron a Estepa en tren hasta La Roda de Andalucía. Su padre no tuvo miedo de volver, nos cuenta, pero lo cierto es que nada más llegar lo metieron preso un tiempo. Él, que ya era un muchacho, escuchaba a los chavales murmurar “ése es el rojillo, el que estaba perdido” cuando lo veían pasar. Pero poco a poco las aguas fueron volviendo a su cauce, su padre salió de prisión y aunque nunca volvió a trabajar en el Ayuntamiento, se ganó la vida junto a su madre con un puesto en la plaza de abastos de Estepa. Vicente y Brígida tuvieron dos hijos más, y la normalidad comenzó a recuperarse poco a poco.

Nuestro protagonista empezó a trabajar con 13 años y siempre ha sido albañil. Se casó en 1956 con Asunción, la que fue su mujer durante más de 50 años, y con la que tuvo tres hijos: Francisco, Manolo y Asunción. También vivió temporadas en Barcelona trabajando en la construcción. Hoy tiene siete nietos, de los que habla orgulloso, y conserva una memoria excelente que le hace recordar aquellos duros momentos de su adolescencia que para sus nietos son como el guión de una película.

No obstante y pese a todo, su familia tuvo suerte porque ningún miembro murió en ningún ataque ni quedaron desperdigados para siempre, sino que pudieron volver a reunirse y emprender el resto de la vida juntos. Setenta y cinco años después de aquello, Francisco tiene muy claro que “España no vivirá más una guerra así” pero, por si acaso, recuerda a todo el que la quiere escuchar su historia, la historia de un niño de 10 años que anduvo solo hasta Almería, mezclado entre miles de personas que huían hacia ninguna parte, y que vivió más de un año en las trincheras de una guerra en vez de haber estado jugando, como le correspondía a su edad, con sus hermanos y sus amigos en las calles de la Estepa de finales de los años treinta.